domingo, 15 de febrero de 2015

Una nueva aventura

Comienzo una nueva aventura: escribir un blog recopilando materiales ya escritos, reflexiones o cosas que me pasan por la mente sobre mi pasión por los títeres y los objetos. Tengo todas las cartas que escribí a mi madre desde Ravenna entre 1989 y 1994 -cuando aún se mandaban cartas por correo normal-  y que ella amorosamente transcribió en el computador una por una, en donde cuento con detalle y pasión todos mis avances y mis descubrimientos sobre el trabajo con los muñecos en Italia. Tengo también muchos otros escritos, aquí y allá, que me gustaría compartir. Y tengo sobre todo, estas ganas de comunicar "a la vieja usanza", como hacíamos antes los que amamos el género epistolar: a punta de palabras. En fin... todo un reto en esta era en la que todo debe ser inmediato o resumido y en donde el tiempo es un bien preciado con el que se intenta un delicado equilibrio. Veremos si lo logro. Prometo empeñarme... Por ahora les dejo este texto que escribí hace tiempo.


COMO ME INICIÉ EN ESTE TRABAJO.
Recuerdo dos obras que me marcaron definitivamente cuando apenas tenía 6 o 7 años. Fueron "El Popol Vuh" del Teatro Tilingo y "El Elefante Volador" del Grupo Rajatabla, por allá en los años 70. Es increíble cómo pueden quedar grabadas ciertas imágenes en la mente de un niño para toda su vida, y cómo esas imágenes (¿por qué precisamente esas?) determinan su futuro. En mi caso, indudablemente, iniciaron mi vocación de titiritera y mi pasión por el teatro.
Así que, a mis catorce años, pasé por el Teatro Tilingo y toqué a la puerta. Apareció un hombre que sostenía en sus brazos el cuerpo de un muñeco a medio construir.
-¡Fabuloso!- me dije mientras miraba ensimismada ese trozo de títere que aún no había nacido. Luego busqué los ojos de ese hombre-Dios que sostenía en sus manos aquel pedazo de anime que parecía vivo.  Se trataba de  Luis Alberto Rodríguez, realizador de los títeres del Teatro Tilingo para ese momento.
-¿Qué desea?- me preguntó. Y yo, con la voz en un hilo y el ímpetu de mis catorce años le dije:
- Ser titiritera.
Luis Alberto me escrutó con la mirada, sonrió y me dijo:
-¿En serio?
-Si- le contesté muy seria y totalmente erguida.
-Entonces pasa.

Yo le pedí que me ayudara, que no sabía por dónde comenzar, que lo que más deseaba en esta vida era hacer muñecos como esos que había visto en el Popol Vuh cuando tenía 6 años... Desde entonces me ofreció su tiempo y sus conocimientos sin ninguna limitación. Muchas tardes me sentaba en el taller de Luis Alberto para verlo trabajar, y con mucha atención escuchaba las cosas que iba diciendo mientras construía sus muñecos, y de esa manera establecí mi propia escuela.
Luego, en mi proceso de aprendizaje, la vida hizo de las suyas como siempre sucede, y fui a parar varios años después y por pura casualidad a uno de los países de mayor tradición titiritera: Italia. Terminé trabajando a los pocos meses con una compañía italiana, el Teatro del Drago, a quienes les debo gran parte de mis conocimientos. Con ellos viajé y conocí muchas otras compañías y puedo asegurarles que esta fue una de mis mejores escuelas. Ver. Asistir a festivales. Escuchar a otros titiriteros. Subir al escenario cuando termina una función y estrecharle la mano a otro titiritero, y preguntar, preguntar, mucho preguntar. Porque entonces, ávida de conocimiento, no me conformaba con una sola pregunta.
En Europa también aprendí el oficio bajo mis pies. Porque cada tabla que se pisa en un escenario es una astilla que se clava de manera voluntaria en una parte del corazón.  Y presentarse no una, ni dos, ni tres, sino cien, doscientas veces, hasta estar muy cansados de tanto ir y venir, es otra de las mejores escuelas que puede tener un titiritero. No es sino en las tablas, bajo el sudor de las luces, que se aprende el verdadero oficio. Es con el muñeco, encima de un escenario, donde en verdad sucede lo maravilloso.




2 comentarios: