COMO ME
INICIÉ EN ESTE TRABAJO.
Recuerdo dos obras que me marcaron definitivamente
cuando apenas tenía 6 o 7 años. Fueron "El Popol Vuh" del Teatro
Tilingo y "El Elefante Volador" del Grupo Rajatabla, por allá en los
años 70. Es increíble cómo pueden quedar grabadas ciertas imágenes en la mente
de un niño para toda su vida, y cómo esas imágenes (¿por qué precisamente esas?) determinan su futuro. En mi caso,
indudablemente, iniciaron mi vocación de titiritera y mi pasión por el teatro.
Así
que, a mis catorce años, pasé por el Teatro Tilingo y toqué a la puerta. Apareció
un hombre que sostenía en sus brazos el cuerpo de un muñeco a medio construir.
-¡Fabuloso!-
me dije mientras miraba ensimismada ese trozo de títere que aún no había
nacido. Luego busqué los ojos de ese hombre-Dios que sostenía en sus manos
aquel pedazo de anime que parecía vivo.
Se trataba de Luis Alberto Rodríguez,
realizador de los títeres del Teatro Tilingo para ese momento.
-¿Qué
desea?- me preguntó. Y yo, con la voz en un hilo y el ímpetu de mis catorce
años le dije:
- Ser
titiritera.
Luis
Alberto me escrutó con la mirada, sonrió y me dijo:
-¿En
serio?
-Si-
le contesté muy seria y totalmente erguida.
-Entonces
pasa.
Yo le pedí que me ayudara, que no sabía por dónde
comenzar, que lo que más deseaba en esta vida era hacer muñecos como esos que
había visto en el Popol Vuh cuando tenía 6 años... Desde entonces me ofreció su
tiempo y sus conocimientos sin ninguna limitación. Muchas tardes me sentaba en
el taller de Luis Alberto para verlo trabajar, y con mucha atención escuchaba
las cosas que iba diciendo mientras construía sus muñecos, y de esa manera
establecí mi propia escuela.
Luego,
en mi proceso de aprendizaje, la vida hizo de las suyas como siempre sucede, y
fui a parar varios años después y por pura casualidad a uno de los países de
mayor tradición titiritera: Italia. Terminé trabajando a los pocos meses con
una compañía italiana, el Teatro del Drago, a quienes les debo gran parte de
mis conocimientos. Con ellos viajé y conocí muchas otras compañías y puedo
asegurarles que esta fue una de mis mejores escuelas. Ver. Asistir a
festivales. Escuchar a otros titiriteros. Subir al escenario cuando termina una
función y estrecharle la mano a otro titiritero, y preguntar, preguntar, mucho
preguntar. Porque entonces, ávida de conocimiento, no me conformaba con una
sola pregunta.
En
Europa también aprendí el oficio bajo mis pies. Porque cada tabla que se pisa
en un escenario es una astilla que se clava de manera voluntaria en una parte
del corazón. Y presentarse no una, ni
dos, ni tres, sino cien, doscientas veces, hasta estar muy cansados de tanto ir
y venir, es otra de las mejores escuelas que puede tener un titiritero. No es
sino en las tablas, bajo el sudor de las luces, que se aprende el verdadero
oficio. Es con el muñeco, encima de un escenario, donde en verdad sucede lo maravilloso.